Liberales las pelotas

Liberales las pelotas

Los liberales de verdad deberíamos unirnos a pesar de nuestras diferencias para ir a recuperar los trapos que nos robó la hinchada rival.

por NATALIA VOLOSIN19 de septiembre de 2025

1. Ellos y nosotros

Hace tiempo que quiero escribir esto. Explicar por qué los liberales somos nosotros, no ellos. Explicar por qué no debemos renegar de esa bandera por temor a parecer algo que no queremos ser y que no somos (conservadores). Explicar, en fin, por qué los liberales de verdad, clásicos e igualitarios, deberíamos unirnos a pesar de nuestras diferencias para ir a recuperar los trapos que nos robó la hinchada rival.

El asunto de si los partidarios de LLA son o no liberales se ha recorrido bastante. Que no son liberales sino libertarios. Que no son libertarios sino conservadores. Que no son conservadores sino fascistas. Etcétera. Vamos a analizarlo en un minuto. Pero antes quiero clarificar que a mí lo que me interesa no es tanto lo que son o no ellos, sino lo que sí somos y lo que no nosotros.

¿Por qué? Porque el repliegue que veo en nuestras filas, el temor a afirmar que somos liberales y el recurso a denominaciones edulcoradas o vacías (progresistas, por ejemplo) o bien partidocráticas (socialdemócratas, izquierda democrática, etc.) me preocupan. Y me preocupan especialmente por lo que proyectan sobre la discusión pública: un abandono de banderas que deja al liberalismo, la tradición más importante de la construcción que permitió transformar a esta Nación en un Estado, completamente fuera de escena.

Lo sentí, por caso, cuando hice el video de Axel Kaiser, el chileno fascista que dirige el área académica de la fundación libertaria de Javier Milei y que en un programa de televisión del pseudoperiodista Esteban Trebucq vinculó al progresismo con parásitos y enfermedades mentales, a la par que asoció a los conservadores con una mayor felicidad. También escribí acá en La Justa sobre ese muchacho. Si bien Kaiser se refirió a nosotros como progresistas, yo elegí hablar de liberales. Y no pocas personas me escribieron preguntando si me había equivocado, si había sido un furcio. Habrás querido decir “progresistas”, me dijeron. Porque liberales son ellos, los conservadores. WHAAAAAT??? Desde ese día que quiero escribir esto. Así que ahí va.

2. Liberalismo 101

Tomémonos un minuto para revisar nuestra tradición. El liberalismo nace en la Ilustración ante el absolutismo monárquico y propone, en sus orígenes, el valor fundamental de la libertad del individuo y su carácter de derecho natural inalienable. Locke, Smith y Montesquieu sentaron las bases de los derechos civiles, la propiedad privada y los límites republicanos al poder del Estado. Tengo, como podrán imaginar, serios reparos acerca de los derechos naturales. Pero eso no viene al caso. Otro día podemos hablar de los derechos como precondiciones de la democracia en Nino, aunque algo insinué la semana pasada con el posteo sobre el elitismo de Carrió y las gatitas de Milei.

Al liberalismo se lo ha defendido, analizado y criticado desde distintas perspectivas y disciplinas, en especial económicas, sociales y jurídicas, pero el núcleo de la bandera es el de una configuración social basada en derechos individuales y determinados procesos de toma de decisiones públicas (vgr. separación de poderes) que limitan tanto al Estado como a la sociedad frente a la persona.

De allí se sigue, en lo que me interesa, una concepción liberal de la autonomía personal. Como dijo Mill: “la única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra manera, siempre que no intentemos privar a otros del suyo ni obstaculizar sus esfuerzos por alcanzarlo. Cada uno es el guardián adecuado de su propia salud, ya sea física, mental o espiritual. La humanidad se beneficia más permitiendo que los demás vivan como les parezca bien que obligándolos a vivir como les parezca bien a los demás”.

O como dice el art. 19 de la Constitución Nacional: las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. O como dijo la Corte Suprema más liberal de la historia de este país, las acciones de las personas que no perjudiquen a un tercero están exentas de la autoridad del Estado. Fin.

Hay, desde luego, distintos tipos de liberalismo. De allí nuestras eternas disputas. Las distintas interpretaciones de las nociones básicas que mencioné y, en especial, el rol asignado al Estado, fueron dando lugar a múltiples variantes. Las principales, para entendernos, son el liberalismo clásico, el liberalismo social o igualitario y el neoliberalismo.

El liberalismo clásico defiende un Estado autolimitado. Libertad, propiedad y autonomía. Dejar hacer. Locke y Smith. El liberalismo social reconoce la importancia de intervenir en la economía y en la sociedad para garantizar la igualdad de oportunidades y reducir las desigualdades. Libertad e igualdad. John Stuart Mill y, más acá, Carlos Nino. El neoliberalismo profundiza la desregulación del liberalismo económico clásico. El Estado en su mínima expresión. Full mercado. Milton Friedman.

Hay liberalismos políticos pero no económicos, hay liberalismos políticos y económicos, hay liberalismos más o menos burocráticos, más o menos intervencionistas, más o menos individualistas, más o menos distribucionistas, más o menos libertarianistas. Lo que seguro no puede haber es un liberalismo reaccionario y conservador. No hay Dios, Patria y Familia en un esquema liberal. En ningún esquema liberal.

2. El liberalismo de Milei como primera imposibilidad

No sé ni me interesa si Javier Milei es o no liberal. Tal vez lo sea, tal vez no. Como dijo una prócer argentina, lo dejo a tu criterio. Pero la verdad es que no tiene mucha importancia, porque lo que seguro no es liberal es su gobierno. No lo es ni podría serlo. ¿Por qué? Por dos razones fundamentales y virtualmente insalvables.

La primera se relaciona con lo que publiqué acá hace unas semanas sobre el hipo-presidencialismo del gobierno. Milei necesita parecer duro para sostenerse y eso implica violar las bases del liberalismo. Cagar a palos a los jubilados, perseguir periodistas, gritarle a todo el mundo o abrazarse a dictadores wannabes o consagrados como Trump, Orban o Meloni.

Así llegó, en definitiva, al poder: un outsider excéntrico que decía venir a defender las ideas de la libertad disfrazado de carnaval populista mientras le gritaba como un demente autoritario a cualquiera que osara contradecirlo y sacrificaba el respeto por la autonomía personal de todos y todas (incluso en un sentido muy limitado, no igualitarista). El discurso de Milei y sus adláteres ha sido y es mata-puto, mata-mujeres y mata-pobres. La ira y el algoritmo, como dice Giuliano da Empoli, el escritor detrás de “El mago del Kremlin” y de “Los ingenieros del caos”.

Pero la manipulación de la rabia antisistema, exitosísima para tomar el poder, es completamente incompatible con las formas, los procesos y los principios del liberalismo. El liberalismo, cualquier liberalismo, es respetuoso de la libertad de expresión, de la separación de poderes, de la prensa, del pensamiento crítico, del pluralismo político, de los planes de vida libremente elegidos por adultos que consienten sin causar daño a terceros.

El liberalismo no permite aplastar, eliminar ni hacer desaparecer a adversarios políticos. El liberalismo no es compatible con el antiperonismo. No es compatible con la mercantilización de la prensa libre con sobres de la SIDE. No es compatible con los discursos misóginos, xenófobos y homofóbicos del presidente, de los Agustines Lajes, de las Patricias Bullrichs. El liberalismo no es compatible con la censura. El liberalismo no es compatible con la represión ilegal de la protesta social. El liberalismo no es compatible con el tiro en la cabeza de la Gendarmería al reportero gráfico Pablo Grillo.

¿Puede cambiar? Mehhhh, muy difícil. Primero porque no tiene otra cosa que eso. Toda su identidad política, su existencia como ser público, se sostiene sobre esos cimientos. Segundo porque es un producto de su época. No es sólo Milei. Es Milei, Trump, Orban, Meloni, etc. Y tampoco son ellos, en definitiva. Es la era de la rabia algorítmica global en que nos ha tocado vivir. Tercero porque, de nuevo, la dinámica híper/hipo presidencialismo es inescapable. Apenas se debilite, se lo comen los tiburones, sea la oposición, Comodoro Py, Clarín y/o, en el peor escenario, all-of-the-above. Cuarto, porque hay evidentes razones psicológicas que ni estoy considerando, pero que seguramente explican con total claridad lo bien que le calza el traje de demente de ultraderecha a Javier Gerardo Milei.

3. El liberalismo de Milei como segunda imposibilidad

La segunda razón por la cual el Gobierno de Milei no es ni podría ser liberal es menos vernácula. La administración libertaria expone en su máxima expresión las tensiones ya a esta altura irreparables entre capitalismo puro y democracia. El modelo no cierra sin autoritarismo. No cierra sin estirar al máximo posible el hiper-presidencialismo centralista. No cierra sin censurar a la prensa. No cierra sin terminar de romper los pocos filamentos que les quedan a los tendones institucionales que hacen de este país una democracia constitucional republicana y federal.

Y el modelo no cierra, desde luego, sin represión. No porque el peronismo controle las calles y las masas e impida gobernar, como les gusta pensar a los gorilas. La CGT está pintada al óleo gracias a la astucia y la billetera de Santiago Caputo y Guillermo Francos y, sin embargo, la calle existe igual. Las marchas de los miércoles, aunque les guste pensar que no, están repletas de jubilados y familias.

Hay expresiones organizadas, claro. Pero hay, fundamentalmente, ciudadanos de a pie que vamos, con mayor o menos asiduidad, a apoyar una causa justa. Y, por lo demás, ¿es acaso un delito organizarse? ¿Oyeron hablar del derecho de peticionar a las autoridades? ¿De la libertad de expresión? ¿De la democracia, tal vez? ¿Fueron a las marchas del campo contra la 125? ¿Golpearon cacerolas en el 2001? ¿Hicieron alguna vez algo con otros, por otros, algo que no fuera sólo mirar la realidad por la ventana?

Bueno, esas expresiones democráticas, más o menos organizadas, esas masas que van a marchas, que disputan espacios en sindicatos, que se organizan en partidos y alianzas, que se expresan en medios de comunicación, que exigen, que demandan, que no se comen la hipocresía del discurso anticasta que deja sin prestaciones a los discapacitados, ataca a niños autistas en X, recorta el presupuesto educativo y pretende que los médicos residentes del Garrahan vivan con $360.000 mientras cobra coimas a cinco manos… esas expresiones no son compatibles con el capitalismo salvaje de Milei. Es una cosa o la otra. Por eso algunos insistimos, hace rato ya, que está en riesgo la democracia.

4. Because it is my name! Leave me my name!

La conclusión es bastante sencilla. ¿En qué momento dejamos de llamarnos “liberales”? ¿Por qué les entregamos los trapos a estos tipos que de liberales no tienen nada? Entiendo que no nos acompañe el peronismo antiliberal de Moreno o de La Cámpora, el trotskismo de la Rusa Bregman y Nico Del Caño o el republicanismo berreta de los De Loredos, las Karinas Banfis, las Silvias Lospennatos, las Sabrinas Ajmechetas.

De los primeros dos nos apartan las banderas del liberalismo clásico pero nos unen, a algunos, las del igualitarismo. De los terceros nos separa un abismo moral. Esos sólo buscaban poder. Usaron nuestras banderas, pero para mearlas apenas dejaron de serles útiles. Ahora bien, todo lo demás, todo lo que no está allí nombrado, debería acompañarnos a recuperar los trapos y nosotros a ellos. No sé qué esperamos.

En el final de la obra “The Crucible” (Las brujas de Salem), que tiene una enorme versión fílmica con Winona Ryder y Daniel Day-Lewis, Arthur Miller le da al protagonista John Proctor un parlamento que me marcó para toda la vida. Fue una de las cosas más poderosas que leí en mi adolescencia.

Para quienes no la vieron, la obra, escrita en 1952, dramatiza los juicios por brujería en Salem en 1692, pero también es una alegoría de la persecución política del macartismo. En la historia, los habitantes de Salem van siendo acusados uno a uno de practicar brujería en un contexto de histeria colectiva que lleva a condenas y juicios injustos. En el medio se cocina la situación de Proctor, su moralísima esposa Elizabeth y su joven amante Abigail.

Sobre el final, SPOILER ALERT, Proctor se encuentra ante la disyuntiva de salvar su vida con una mentira reconociendo su brujería o morir en la horca siendo fiel a sí mismo, lo que en su caso es especialmente significativo porque tiene en su haber el engaño a su esposa. Y cuando creés que no es capaz, lo hace. Elizabeth le ruega y Proctor confiesa. Acepta sus falsas brujerías. Bueh, decepcionante. Pero no tan rápido, dice Miller. Hay que firmar la confesión. Hay que poner el nombre. No ya decirlo a viva voz. Firmarlo y entregar la confesión firmada. Y John Proctor no puede hacer eso. ¿Por qué no? Porque es su nombre.

“Because it is my name! Because I cannot have another in my life! Because I lie and sign myself to lies! Because I am not worth the dust on the feet of them that hang! How may I live without my name? I have given you my soul; leave me my name!”.

“¡Porque ahí está mi nombre! ¡Porque no tendré otro mientras viva! ¡Porque he mentido y he firmado mentiras! ¡Porque no merezco besar el polvo que pisan los pies de los que van a ser ahorcados! ¿Cómo voy a vivir sin mi nombre? ¡Le he entregado el alma, déjeme al menos mi nombre!”.

No entreguemos nuestro nombre. Los liberales somos nosotros. Ellos no sé qué son, pero liberales las pelotas.

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